martes, 28 de septiembre de 2010

Añorando la libertad de un niño

Un día de verano yo estaba sentado afuera de la Casa del Deporte de la Universidad de Concepción cuando de repente vi que en el pasto había tres niños jugando y alzando los brazos, a la vez que uno de ellos decía a viva voz y en repetidas oportunidades la siguiente frase: “¡Quiero ser libre!”.

Me quedé pensando en esa situación. Se notaba que aquel pequeño ser rebozaba de felicidad al tener ese mínimo instante de libertad en que, lejos de sus padres, podía saltar, gritar y jugar con sus amigos, hermanos o lo que hayan sido.

Luego, llegaron los padres. Dos de los niños se subieron a sus respectivas bicicletas. En cambio, el tercero de ellos, el mismo que añoraba algo de libertad, se fue corriendo mientras su madre le decía “¡cuidado!”.

Yo antes siempre trataba de controlar un poco a los menores, de “enseñarles”, de corregirles sus “defectos” y su desorden, hasta que aprendí que yo estaba mal... muy mal. Como es habitual en mí, en uno de esos tantos días oscuros en que me voy lejos de todo, saqué conclusiones que me han permitido crecer. Comprendí, por ejemplo, que yo les estaba haciendo un daño muy grande a estos niños y que ellos nacieron para ser libres, espontáneos, felices, y que el resto de los humanos nos encargamos de coartarles su libertad de expresión y sensación, su naturaleza, su ganas de improvisar y sus exorbitadas energías para que se rijan de acuerdo a nuestras reglas, nuestras malditas reglas que nos tienen sumidos en un mundo triste, sin sentido, lleno de injusticias y mentiras, donde lo único que vale es la producción, el poder y el dinero.

Hoy en día, disfruto cada vez que veo a un pequeño correr y sonreír… esa sonrisa que sale del alma, pura y sincera, que nace de las cosas más simples de la vida. Como cuando la semana pasada, dos niños hicieron que sus padres se bajaran de la micro para observar la bandera gigante frente a La Moneda. O como cuando hace un mes, en una tertulia sobre Violeta Parra en Talca, un menor no paraba de moverse y tirarle bromas a su papá, sin importarle los pedidos de silencio de algunos de sus participantes. Su mamá se lo llevó antes de que concluyera la actividad. Por supuesto, yo le regalé mi sonrisa y le dije “chao, amigo”.

Ojalá algún día todos volviéramos a ser niños…


Víctor Parra

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