jueves, 29 de julio de 2010

Orden en Valparaíso

El puerto entero es una fiesta. Los cerros que desde lo alto ensombrecen el poco terreno plano que existe y dan vida la cuidad a la distancia con sus cientos de puntos coloridos. Los porteños que descienden al plan para trabajar o hacer sus trámites se amontonan entre las angostas y sinuosas calles de este puerto loco, que baila en las fronteras del mar.

Por entre las arterias porteñas conviven personas y automóviles, sin una clara línea que defina el territorio de cada uno. Todo está encima, y el poco espacio que queda entre mar y cerro es disputado por grises edificios que se interponen unos a otros a lo largo del tiempo en busca del privilegio de la vista al mar lindo.

Los porteños siempre han transitado libres por sus calles (o casi), en igualdad de trato con los vehículos (o casi). Las calles han sido hasta cierto punto neutras allí donde se presentaba el Paso Cebra arbitrando justo; recordando que las personas van primero, luego las ruedas. Allí han convivido todos, en angostas calles, en tumultuosos cruces. De una u otra manera, el ritmo callejero se mantenía a un compás marcado por los peatones.

Y luego fueron los semáforos

En realidad ya existían, pero en aquellos lugares donde el cruce de vehículos pedía una neutralidad en la preferencia. ¿Y cómo no, si es tan difícil hacer que los bólidos se pongan de acuerdo sobre quién va primero? ¿Y cómo no si es tan fácil pisar un pedal para sentir la velocidad? Así, por un sinfín de explicaciones y circunstancias, de la noche a la mañana, sin decir “¡agua va!”, los tallos de los semáforos empezaron a brotar por las esquinas de la cuidad. Eso sí, nadie se dio el tiempo de preguntarle a los verdaderos usuarios de la cuidad si acaso los necesitaban. Pero sobre el despacho de algún funcionario público ya estaba firmado el decreto que traería el necesario orden a esta desorganizada cuidad.

Primero fue Pedro Montt, la calle del presidente patrono de los obreros en huelga. A los pocos días ya había noticia de atropellos. Uno de los infortunados, una abuelita, tuvo la estúpida ocurrencia de cruzar de la misma manera como lo había hecho toda su vida: confiando en el buen criterio de los conductores y la bien avenida presencia de un paso cebra. Mala decisión. La anciana tuvo la incauta actitud de no ver las lucecitas que habían tomado el control del tránsito en la esquina de Carrera y Pedro Montt, ni advertir que el deslucido color de las rayas en el suelo era obra del esfuerzo por intentar borrarlas el día anterior. Tamaña sorpresa la suya al percatarse en un instante que aquel automóvil simplemente no se detuvo. A las pocas semanas, se sucedieron más atropellos, y la noticia llegó a oídos de la autoridad que, bolígrafo en mano, volvió a firmar un decreto resolutivo, esta vez en respuesta a la falta de adaptación de estos desobedientes ciudadanos al orden establecido. Se trataba de cronómetros que iban colgados al costado de la señal peatonal de cruce, donde se indicaba el tiempo restante para que pudieran cruzar. Toda una innovación.

Y así, la música en las calles calló súbitamente. El orden llegaba, y el porteño de piernas inquietas miraba fijamente el conteo regresivo para seguir su andar. Las maquinitas luminosas imponían su lenguaje a prueba de tontos, en tanto que los peatones aprendían a ser controlados por este infalible sistema. Paralelamente, en las calles interiores del puerto, el peatón seguía siendo dueño de su territorio; se acentuó el derecho de cruzar con orgullo allí donde las rayas amarillas lo permitían. Pero algo ya había cambiado, el otrora aquel signo de respeto era ahora la molestia del conductor acostumbrado ya a hacer uso de su derecho a cruzar, dondequiera que la Luz Verde así lo dictara. El peatón con su desesperante lentitud se contraponía entonces como algo impredecible y exasperante.

Poco a poco los semáforos siguieron brotando en las esquinas, robando el terreno de las personas para distribuirlo equitativamente con los motores. Cruzar una esquina ahora tiene gusto a sumisión, al diario recordatorio que la cuidad es para los autos, no para las personas; que es necesario esperar los mismos segundos para ir que para venir; que ser anciano no exime de los 20 segundos reglamentarios para cruzar; que ya no hace falta mirar a la persona tras el volante para ponerse de acuerdo y compartir -más que disputar- las calles del Puerto.

El respeto se nos fue escapando tras cada tótem de orden plantado en la cuidad. La imagen de una cuidad en alguna medida tolerante, humana comenzó a parecer más borrosa de lo que ya era. Alguien decidió que era más oportuno dejar de depender en nuestro propio criterio para acordar la preferencia en el cruce de las calles. ¿Para qué pensar, si la máquina puede hacerlo por nosotros? Tras el orden implantado en la urbe, Valparaíso parece hoy menos patrimonio de sus propios ciudadanos, y más patrimonio del individuo atrasado y exigente, con preferencia en su andar designada e intransferible.

Como cada tarde, el Puerto sigue incendiándose soberbio y surreal al suroeste de su bahía. Pero el paso de los invitados a su fiesta parece ahora marchar siguiendo un ritmo extraño, familiar al de una caja de marcha de guerra; lejano al vaivén de sus olas, al frenesí de sus ráfagas, al vértigo de sus quebradas o al compás del tango que todavía se baila en las noches del puerto.


Por: Cristóbal

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